(Cuento)
Por Medardo Arias-Satizábal
Después de cruzar la bocana del puerto el barco entró en aguas tranquilas. Tres pitos llamando al remolcador hicieron sentir a Rita una alegría juvenil. Como si fuera una muchacha de catorce años en su primer viaje por el mundo, apretó las manos contra el vientre donde acababa de sentir el bramido de los pitos mientras corría hacia la proa.
Las olas de la bahía eran de un azul profundo, casi turquesa, y contrastaban con un cielo limpio donde el sol parecía barrer brevísimas nubes hacia la costa. Desde el puente, el capitán empezó a transmitir órdenes. Rita miró hacia arriba y contempló por un instante las piernas de dos oficiales; intercambiaban binóculos, vestidos de blanco. Lucían pantalones cortos y mascaban chiclets con gravedad inglesa. Se detuvo en las escamas doradas que el sol dejaba ver en sus rodillas.
En el extremo de la isla, alargada como un cocodrilo, la luz de esa tarde formaba coágulos brillantes en las hojas de las palmeras; eran como glándulas entremezclándose, culebrillas que bailaban nerviosas al fondo de un estanque. A ella le parecieron espejismos, islas candentes fundidas por el resistero.
Rápidamente se retiró a cubierta en busca de su litera. Frente al castillo de proa tropezó con un martillo y por poco pierde el equilibrio. Era el momento del atraque. Varios estibadores se hacían señas desde el muelle. Un marinero del Sandalwood arrojó varios cabos.
-¡Tres grilletes, fondo…! gritó el primer oficial antes de soltar el ancla. Las gruesas cadenas bajaron haciendo un ruido de herrumbre, y desde los limos pantanosos subió hasta su nariz una perfume de algas descompuestas. En ese momento cerró el libro. Por el ojo de buey miró a los primeros tripulantes que descendían por la escalerilla. Un hombre con aspecto de contrabandista aplaudía en el muelle, corría en zigzag como un jugador de béisbol que pretendiera atrapar una bola imposible, pero en verdad, saltaba para apañar, todavía en el aire, paquetes de cigarrillos que alguien lanzaba desde cubierta.
Sobre el techo de las bodegas, Rita podía ver la cúpula de una iglesia, semienterrada en el resplandor sangrante de ese atardecer. Bajo la ducha, imaginó cómo vestiría en su primera noche en ese puerto del Pacífico. A sus cuarenta y cinco años, conocer nuevos lugares del mundo, ataviarse con ropas de colores en puertos desconocidos, se le antojaba un gozo sin par. Envuelta en una toalla amarilla salió dando saltitos hasta el camarote. Cuidó de aplicarse suavemente la toalla, para dejar gotas de agua viva resbalando todavía por sus brazos, bajo sus senos. Esto le permitía siempre lucir un aspecto fresco. Tomó del ropero un sombrero de pajilla y se enfundó en un talego beige, cuidando de no llevar brassiere. Sobre sus zapatos ligeros, de hilo chino, se contempló en el espejo. Tenía los ojos lavados, rojizos, como quien lleva varios días bebiendo en una piscina. Se aplicó perfume detrás de las orejas y tapó la botella de vodka en la mesilla. Las cartas de una baraja se hallaban desperdigadas en el piso. Durante la travesía, cuando no departía en el salón de baile o compartía con su compañera de viaje, prefería avanzar en la lectura de Nostromo, o jugar en solitario con un póker veneciano.
Pasó rápidamente el rouge sobre sus labios, al tiempo que apagó las luces circulares del espejo. Al cerrar la puerta de la litera vio a los marineros que salían festivos por la popa, como impulsados por alegres pizzicatos. Recién bañados también, hacían bromas, al tiempo que se daban puñetes amistosos en los hombros. Con una serena felicidad, avanzó bajo las luces tenues del pasillo; estaba a punto de tomar la escalerilla, cuando recordó sus cigarrillos ingleses. Los había comprado en Kingston, en la tienda de un judío, y estaba segura de no encontrarlos en ningún puerto de la ruta.
Regresó sosteniendo con pulso firme el bolso colgado al hombro. Quizá abrió demasiado las piernas al girar la llave en la puerta, si se atenía a la mirada lasciva del contramaestre.
-¿Le ayudo, my lady?
-Sí, claro. Tal vez necesita un poco de aceite…
-La sal del mar por fin se come estos barcos.
Pugnó con la llave y empujó reciamente. Las manos de este eran toscas y nobles como las de un carpintero, observó. Respiró profundo al encender nuevamente la luz del espejo. El hombre desapareció de la puerta sin despedirse. Minuciosamente, acomodó el tabaco en la cigarrera, antes de saborearlo por el filtro.
Ya el bus se ponía en marcha cuando bajó por fin al muelle. Subió precipitadamente y se acomodó delante de una pareja de ancianos que sonreían como chiquillos, enfundados en sus camisas tropicales.
El conductor se detuvo una vez más para esperar a la última paseante. Era Christie, una solterona de Norfolk, su compañera de litera. Un chiquillo corrió hasta la escalera para ayudarla; bajaba casi haciendo piruetas, vestida de una manera que a Rita le pareció ridícula. La observaba desde la ventanilla con un poco de lástima. Dos ganchos infantiles le sujetaban moños a lado y lado de la cabeza. Su vestido marinero estaba bien quizá para una muchacha, pensó. Dio un respiro y se acomodó a su lado; Rita casi no lograba escucharla, por la algarabía escolar que de pronto invadió el automotor. Estas excursiones con niños-ancianos que obturaban cámaras y señalaban por las ventanas al pasar cerca a los suburbios, le parecían aburridoras, demasiado formales. Desde hacía varios meses deseaba una aventura, un affaire verdadero, lejos de los guías turísticos y de los bistrós típicos donde los pasajeros del Sandalwood se hartaban de langosta
y piña colada.
Unos bombillos desnudos alumbraban pobremente aquel bazar del puerto. A retazos, la luz caía sobre las fauces disecadas de meros, caimanes con ojos de vidrio, pequeños crustáceos. Más allá, varios hombres se afanaban, mientras pintaban paisajes sobre conchas de tortuga. En el piso se ofrecían corales, estrellas de mar, bocadillos de coco, botellas de aceite de tiburón, el elixir para la tos.
Simuló que escuchaba la jerga en torno a un bululú y se apartó del grupo. Desde un kiosco con techo de palma se escapaba una música de elaciones sensuales, frenéticas. Las aspas de los ventiladores parecían luchar con el peso del aire. La orquesta de pronto dejó de tocar. Los bailadores iban hasta sus mesas riendo, intercambiando tragos, ajustando sus paraguas cortos en el bolsillo trasero del pantalón. Debía llover por mucho aquí, pues también las mujeres llevaban sombrillas colgadas de sus faldas.
Un hombre gordo, lustroso, negro como brea, sacó un pañuelo para secarse el cuello. Por el micrófono dijo algo que Rita no entendió; la fiesta recibió sus palabras con una ovación. El clarinetista se puso al frente para empezar una marcha lúgubre, sentimental a la vez, extraña danza que los nativos seguían con abrazos, con pasión. Lentamente se deslizaban por la pista del kiosco, repleta de tapas de cerveza, aserrín y cajetillas vacías; entrelazaban sus manos con hondura, como si cumplieran un rito pagano.
Le parecieron fantasmas danzantes delante del reflejo de las bombillas moradas. Aquel brillo sifilítico dejaba apreciar a una muchacha solitaria al fondo del bailadero. Tenía las piernas cruzadas, permanecía en silencio. Rita tuvo la impresión de que sus ojos también estaban en silencio. A través de sus sandalias apreció unos largos dedos, bien cuidados. Más arriba, la tersura de sus piernas sugería el color de la canela fina, delicados perfumes.
Luces fluorescentes se encendieron después de la canción, y pudo ver, a los lejos, bajo un arco de palmeras, las luces borrosas del Sandalwood, como desdibujadas por la luz de las estrellas. Se recostó más a la barra, con una lata de cerveza en la mano. Le parecía que aquella muchacha silente del rincón la observaba a intervalos nerviosos, con una vibración que no disimulaba, al tiempo, una elemental coquetería.
Quizá era sólo curiosidad. Una extranjera de ojos verdes ataviada con un sombrero de pajilla en este sitio, no era visita corriente. Detuvo su mirada en la boca de labios finos, en sus ojos tibios bajo el arco de unas cejas sugestivas. Estaba sola quizá; era, sutilmente, una mulata, pero su cabello de color castaño rojizo caía en suaves ondulaciones sobre sus hombros. Sonreía viendo bailar, como una niña tímida que no hallara otra expresión más amable para agradecer el entorno festivo. Una blusa ligera le dejaba al descubierto sus hombros manchados de pecas, constelaciones de eróticos brillos, miel sobre miel.
Rita fue hasta ella. Un hombre de unos veinte años, nativo, con el pecho descubierto donde dejaba ver un lazo de oro con un timón pendiente, le alargó una mano a la chica, como invitándola a bailar. Ella agradeció y su mirada adquirió de pronto un gesto azorado. A rita le pareció que pedía disculpas por no saber bailar. El hombre la hizo poner de pie con un ademán entre tierno y torpe. Desde esta mesa donde la extranjera contemplaba la escena, aquella muchacha le pareció surgida de algún sueño de los pantanos; giraba delante de su mirada, en una danza delicada, donde las manos venían a ser más expresivas que todo el ritmo de su cuerpo.
Sus rodillas firmes, las piernas torneadas por algún ebanista divino, los hoyuelos claros arriba de las pantorrillas, todo ese encanto que traducía en la danza un lenguaje de castidad, despertó en Rita una emoción noble. Desde hacía mucho tiempo no experimentaba una sensación similar. Su trabajo como profesora asociada en el departamento de lenguas modernas del Marymount Manhattan College de Nueva York, le dejaba poco tiempo para apreciar dimensiones estéticas diferentes a su rigurosa disciplina. Sus artículos, publicados en prestigiosas revistas académicas, le habían ganado cierta reputación como ensayista del arte renacentista y de la literatura hispanoamericana. Pese a tener pocas amigas, gustaba de pasear dominicalmente por Staten Island, por las rutas de ciclistas de Long Beach. Visitaba a menudo a sus padres residentes en Virginia; una alumna le había confesado recientemente lo atractiva que podía lucir con ropa deportiva, opinión que había desdeñado con el mismo olimpismo que llevaba su soltería. Se sabía bella, pero no dentro de los esquemas clásicos de las mujeres de su edad; desde que descubriera su atractivo entre los varones, jugó a romper con las formalidades de la moda. Entre vestir bien o desarreglarse, prefería esta última opción. Por ello lucía un deliberado desaliño que más bien se tornaba en atractivo deparpajo, ante el bien cimentado carácter de su personalidad. Pocas amigas habían logrado penetrar esa recatada intimidad en su refugio de Greenwich Village.
Amigos y pretendientes de juventud ya no figuraban en su programa de vida. Sumergida en el trabajo docente e investigativo, llegaba a pensar, a veces, en la poco o ninguna necesidad de una relación afectiva.
El tarapatiri de una trompeta que reiniciaba el baile, puso fin a sus reflexiones.
Desde aquella noche, sus paseos por el puerto se hicieron cada vez más solitarios. El capitán del Sandalwood había fijado zarpe para dentro de quince días, por daños en la sala de máquinas, circunstancia que la tranquilizaba. Con cualquier pretexto, evitaba salir en el bus turístico junto a Christie, pues prefería, mejor, aventurarse sola por las calles adoquinadas del puerto, entre bares y chiringos, como si tratara de reencontrarse con los ojos de aquella muchacha.
A veces la parecía verla en el embarcadero. Se dirigía hasta ahí, pero sólo encontraba al grupo de nativas vocingleras que discutían acerca del arribo de los vapores.
En ocasiones estuvo tentada a preguntar por ella a los lancheros. Ellos, sin embargo, hombres ocupados, poco debían saber. Averiguó a la marchantas en las tiendas del mercado donde recalaban barcazas provenientes de los ríos. Penetraba en los freideros de pescado, como una exótica visitante; auscultaba entre racimos de plátano y bultos de cecina, parapetada en sus grandes lentes oscuros. Los jugadores de dominó que situaban sus mesas junto a la orilla del mar, la veían pasar a través del brillo de las velas, camino del malecón.
También los chinos cocineros, instalados en las cercanías del canal, supieron de su presencia. Ella discurría por ahí bajo las lámparas de papelillo, y pasaba tardes enteras sentada frente a los pequeños restaurantes donde el viento hacía bailar dragones en las ventanas. Después de tomar un poco de wantan y algún rollitos de vegetales, guardaba su baraja y continuaba caminando.
Una obsesión sagrada le hacía perseguir por las calles el rostro de la niña del kiosco. Su errancia por la isla sólo era interrumpida por largas horas de lectura nocturna en su camarote. Había vuelto sobre los textos del padre De Las Casas, y sobre las impresiones del Nuevo Mundo escritas por Giussepe Pigaffetta, descripciones donde aparecían los contornos de aquellos litorales habitados por mujeres esbeltas de ojos color miel y piel de pájaro.
Bajo el resistero danzante en las alas de su sombrero, Rita Jarvis veía pasar los días como una película velada por una llovizna de gasolina. Recostada a las pilastras del embarcadero, miraba pasar el bus de pasajeros camino del bazar de baratijas. Seguramente Christie la estaba pasando bien; desde hacía dos noches no venía a bordo. Estaría tal vez en el lecho de algún gigoló, narrando la tragedia de su soltería. Para las mujeres que esperaban a sus maridos en el embarcadero, esta extraña paseante que fumaba largos cigarrillos, era quizá alguna madame escapada de un burdel parisino.
Al fin, una tarde, después de almorzar a bordo, Rita vio pasar a una joven, casi una niña; caminaba descalza por el muelle. Con una batea en la cabeza, iba vestida de negro. Tenía una mirada digna, lo brazos delgados como los de Ella, aunque el traje oscuro parecía prestado. Era muy linda para ser tan pobre, se dijo. Cerró el libro y fue hasta la escalerilla. No podía ser; los hoyuelos de las pantorrillas semejaban muchísimo esa visión encantadora contemplada en la noche de la danza. Guardó velozmente sus gafas de marco de carey, las únicas que usaba para leer, y bajó al muelle. Ella le había sonreído; su rostro era afable, pese a la huella de dolor que le daba un rictus a sus labios. Cuando la vendedora llegó al casino de estibadores, Rita no tuvo dudas. Apuró el paso, tratando de disimular su prisa; una especie de ahogo provocado por la carrera y el viento fresco del mar, le pusieron la respiración a ritmo de chachachá; pasó entre
cargadores sudorosos, entre marinos ebrios bajo hileras de mástiles inclinados hacia las bodegas. La pérdida de peso ocasionada por una dieta espartana, permitía que avanzara con mayor libertad. Se había fijado el propósito de perder seis kilos, desde el comienzo de la travesía, y sus delgadas piernas, moviéndose a placer dentro los anchos pantalones, le hablaban claramente del fin logrado. Por arriba de su delineada cintura, bajo el busto altivo que envidiaría una adolescente, sentía latir el corazón como en los días de juventud, cuando había conocido el amor por vez primera. Continuó caminando firmemente, sin correr, para no caer en el asfalto, en los charcos de lluvia y combustible. Al llegar a la puerta del muelle, un agente aduanero alzó la mano para saludarla. La muchacha desapareció entre la multitud de obreros que descendía a esa hora de los buses portuarios. Como pudo, se abrió paso hasta llegar a la claridad de la calle, y entre el viento caliente de la tarde alcanzó a divisar el traje oscuro, cerca al coliseo marino donde los boxeadores ensayaban jabs delante de espejos ahumados.
No podía saber cuánto tiempo le había tomado esta anhelante persecución; había pasado ya por las bodegas de chatarra naviera, a través de los cobertizos de anclas oxidadas y cascos deteriorados por el salitre, cerca a los hangares hediondos donde los pescadores guardaban las nasas rotas; tenía conciencia de haber cruzado los mercados cenicientos sin mirar a las legiones de mendigos que estiraban sus brazos descarnados para clamar una moneda, frente a las robustas mujeres que soplaban abanicos de paja sobre platones de pescados desollados, para espantar las moscas. Por fin, se dió cuenta de que Ella cruzaba un terreno baldío, un trozo de playa a donde iban a parar las barcas destrozadas por las mareas. Ahí, seguramente, frente a esa playa, los lancheros improvisaban pequeños astilleros para curar con brea las mataduras de sus canoas. Regados en la arena se veían pedazos de remos, proas castigadas por las tempestades, restos de salvavidas ya despintados por las lluvias. Un lanchero martillaba recio sobre una armazón de madera cruda; hacía un ruido seco, un eco triste que daba a este paraje un aspecto más desolado.
A Rita le pareció que aquel hombre tenía una corona mortuoria entre restos de madera aserrada. La vendedora entró en una pequeña choza semiderrumbada sobre la playa. Agitada y con el rostro rojo de sol, Rita se acercó hasta la vivienda; sintió un espasmo frío cuando alcanzó a divisar, desde afuera, cuatro velas ardiendo en la sombra de aquella cueva. No obstante, se tranquilizó y pensó en la iluminación propia de las viviendas de pescadores a esa hora de la tarde.
Se infundió valor para llegar hasta la puerta. De rodillas, ante un Cristo, la joven sollozaba junto a una anciana sentada en una mecedora de mimbre. En el piso de arena había restos de flores, hojas marchitas que volaban con el viento de las olas cercanas. El brillo de sus ojos entre el rostro arrasado, le delató remotamente la dulzura de la muchacha del kiosco; sin embargo, sus pies no podían ser los mismos; Ella tampoco lucía un lunar en la mejilla. En el estero cercano alcanzó a escuchar un murmullo de rezos; corrió hasta ahí llevada por un pálpito impetuoso. Hasta el canal que formaba el mar entre la playa, bajaban hombres y mujeres con velas encendidas. En una barcaza con guirnaldas de flores, un ataúd con la tapa abierta deja ver un bello rostro de mujer, con los ojos en silencio. Una pesadilla de espanto hizo que Rita se llevara las manos a la boca para no gritar; así la recuerdan los pescadores de Santo Domingo de los Colorados; una mujer madura, de bellos ojos verdes, abiertos al espanto, deslumbrada ante el rostro céreo de la difunta que huía en el remanso del estero, hacia el incendio del atardecer.
Rita Jarvis regresó a Nueva York un mes después. Aquel suceso ocurrió el 31 de mayo de 1965. Los visitantes del cementerio luterano de Fresh Pond Road, se detienen a veces, sin entender, ante el epitafio de una tumba sin nombre donde no faltan claveles. Es una frase tomada de un diario íntimo:
"Tres pitos me llevaron al embarcadero. Un lanchero de sombrero fúnebre me transportó sin hablarme. La travesía del Sandalwood, como mi vida, había terminado…"