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sábado, 23 de enero de 2010

Un cuento de Navidad



Matías esta noche 

("Navidad en cuentos", Medellín, Colombia, 1986)


Afuera pasaban las chispas de la pólvora bajo la llovizna. El resplandor de los fuegos de la capilla iluminaba temblorosamente la ventana.
"Parece que ya es Navidad. . .", se dijo Matías, el anticuario, apagando las luces del primer piso. Acomodándose su sombrero de borla subió las escaleras hasta la buhardilla. Una música de campanas penetró por la alta ventana, desgranando una armonía líquida en los cuadros colgados ahí desde los Tiempos de la Alegría. Su mujer parecía sonreír otra vez desde el sepia desvaído de una fotografía; más allá estaba su abuelo, ataviado para la guerra, mirando desde un tiempo muerto los objetos inservibles, una armónica desdentada, el acordeón de las procesiones, un zurriago de fiesta recostado contra el carriel de algún antepasado trotaldeas.
Matías tocó con sus yemas aquella baraja incompleta con la que su mujer pasaba tardes enteras tratando de adivinar próximas visitas, la suerte de la cosecha. La electricidad de un relámpago le dio de lleno en el rostro, Le parecía que las voces de unos niños le hablaban desde el polvo de los rincones; como si esta noche le trajera hijos, nietos, ecos de amor a su vejez solitaria.
Los buscapiés continuaban silbando en la calle entre las músicas dispersas. Un brillo diminuto, casi como un destello de polvo de oro, llamó su atención desde la fina arena del reloj. Lentamente, aquel mínimo resplandor se convirtió en un rayo que alumbró todo el recinto; al fondo de la línea ilímite de un desierto, tres siluetas cabalgaban en camellos seguidas por una estrella de Mediodía. Por sus coronas, Matías supo que eran reyes, sudorosos, envueltos en trajes talares. La luz se fue apagando hasta que la oscuridad volvió a la buhardilla. Iba a incorporarse del camastro cuando vio cómo se iluminaba de azul la boca vacía del reloj inglés dejado ahí por su abuela. Era como si un soplo mefítico hiciera crepitar la madera. De aquel suave fuego azul se proyectó una montaña escarpada en la que múltiples resonancias traían retazos de voces, pregones de mercado; bajo un árbol, entre hojas de acebo, un zagal soplaba un cuerno y el bramido de varias trompetas se mezclaba con balidos y gritos alargados hasta el desierto, hasta la arena ardiente de los reyes viajeros.
Por la boca del reloj brotó un griterío abolido por antiguas tempestades, como si las lenguas de todos los pueblos corearan cantos bíblicos; Matías se miró niño, corriendo bajo una lluvia costera hacia la casa de su abuelo en las plantaciones de tabaco; delante de sus ojos oscilaba un reloj de leontina, plateado, con sus números romanos recorridos por trenes cenicientos, vagones de cabuya haciendo estación en cada hora, interminablemente, pitando en los minutos, huyendo en los segundos, venteando humo hacia las manecillas nerviosas sobre las que se leía "Ferrocarril de Antioquia".
En la noche de la plantación centenares de hombres fumaban; Matías volvía a reconstruir ese destello de cocuyos bajo los sombreros de hoja, sabiendo que en lo alto debía estar el viejo dormido en su mecedora, sumergido en música de cigarras.
El último tren dejaba atados de juguetes en las estaciones; una banda de flautín y tambor avanzaba hacia los pueblos de las montañas, donde unas mujeres hermosísimas con la estatura de las vírgenes, marchaban con cirios prendidos en el humo de las procesiones.
A través del brillo de la leontina, el anticuario advirtió un polvo dorado, remolinos verdeamarillos avanzando como diminutos cometas hacia un campo inundado por la luz cobriza de un ocaso, como el sol que huye en la superficie añil de un samovar. Desde la profundidad de este paisaje se pintaron nítidamente los perfiles de una muchedumbre, barbas rojizas de centenares de hombres sosteniendo azadones sobre surcos, cachimbas apagadas en el juego de dados, un ruido sordo de montañas derrumbadas dando paso a caídas de agua, sementeras interminables donde el Dios de los cristianos ordenaba sembrar a esa raza de labriegos.
Los juguetes de los trenes relucían en los días de infancia como navajas nuevas; Matías corría bajo el árbol para encontrar una corneta, una baraja, una montura, regalos nítidos como el ojo del caballo, perfumados por la noche que traía aliento de madera y musgo, intactos sobre los bultos de maíz de aquella estación del ferrocarril.
Desde una región no conocida, traídas por la lluvia y el viento, las manecillas góticas del reloj hicieron un "crac-crac" y enseguida empezaron a recorrer ese territorio desolado de la contemplación donde Matías pedía auxilio desde distintos patios. La gravedad del carrillón dio las doce reverberando por toda la casa. Un caballito de madera atravesó a galope la buhardilla y bajó las gradas; en el reloj de arena el fuego del desierto se convirtió en una gran estrella que apagó sus fulgores hasta quedar convertida en la llama nerviosa de una cerilla.
En el armario de caoba, junto a un bastón y varios paraguas del Tiempo de las Lluvias, el reloj de leontina estaba quieto, congelado sobre la empuñadura del sable del abuelo. Matías fue hasta la ventana para ver apagarse como una exhalación las luces de los edificios contiguos. En una ventana iluminada le pareció ver a una familia cantando al pie del pesebre.
El ciclista de plástico rezagado en el lago de los patos fue subido hasta el portal por uno de los niños; el pequeño miró al matorral de los zagales y sacó de ahí a un muñequito de nariz roja y sombrero de borla, trasladándolo por las paralelas del ferrocarril hasta la mula y el buey; nadie sabía de dónde había venido aquel gracioso zagalillo que miraba con ojos deslumbrados la ruta de aserrín de los Reyes Magos.
En el pueblo no se volvió a tener noticias del anticuario. Algunos decían haberlo visto abordando un globo desde la terraza entre los fuegos repicantes de la Nochebuena. Desde entonces, todas las navidades a las doce de la noche se escucha ahí algo parecido al ruido progresivo de un aguacero. Lentamente, movidos por el tiempo guardado por Matías en los cajones, se echan a andar los relojes de la tienda. Algunos parroquianos cuentan que al asomarse a las rendijas, ven confundidas en los tic-tacs, imágenes danzantes de un sol que rueda hacia la noche de la gran estrella, rapsodia girante en el clamoreo de un cuerno anunciador del Tiempo del Amor.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué buen texto!
Felicitaciones
Me gusta mucho

Marcelita

Unknown dijo...

INCREIBLE DESPUES DE TANTOS ANOS VIVIENDO EN ESTADOS UNIDOS, Y TU ESCRITO DE BUENAVENTURA ME LLEVA A ESOS MARAVILLOSOS TIEMPOS DE NUESTRA JUVENTUD, ME ALEGRA MUCHO SABER QUE HAS SALIDO ADELANTE Y QUE NO OLVIDAS A NUESTRO PEQUENO TERRUNO. GRACIAS

ROCIO ZAMORA